jueves, 23 de febrero de 2012

Deseo de cosas imposibles

"Me callo porque es más cómodo engañarse, 
 me callo porque ha ganado la razón al corazón."

A veces me gustaría no ser yo. Ser otra, para poder deshacerme de esta curiosidad morbosa que tantos problemas me trajo. Siempre fui proclive a morder la maldita manzana prohibida. A querer descubrir lo que no me correspondía saber. Lo que no me convenía saber.
Y claramente se caía de maduro que, cuando nos dijeron que se iban a separar, no me iba a conformar con un "no sabemos por qué, pero las cosas son así". Siempre hay un porqué, aunque esté oculto en lo más recóndito del más oscuro cajón. En casos como estos, tiene que haber una razón. No pueden acercarse y decirnos que se van a separar porque sí- porque me creiaron para querer saber siempre más. 
Conociéndome, y conociendo mi naturaleza curiosa, deberían haber sido mil veces más cautelosos. Un millón de veces más. Porque nunca los escuché discutir, nunca los escuché pelearse, ni gritar. Nunca los vi mirarse de mal modo, y los desacuerdos nunca pasaron el nivel que traían desde que tengo memoria. Sin embargo, se ve que en algún punto del camino las articulaciones se gastaron, la paciencia se acabó. Tal vez lo venían acumulando desde hace tiempo, y justo ahora la válvula de seguridad se rompió. Da igual el resultado fue el mismo. Después de una noche de domingo repleto de insensibilidad robótica, se fue. Y no volvió. Y no volvió. Y no volvió. Y no volvió. 
Y yo ya no sabía cómo comerme la cara en el colegio. Siempre había llegado 7:27 puntual, con un "Bueeenas" medio cantado y una sonrisa radiante que daba la bienvenida a ese nuevo día. No es por alabarme, pero era un ánimo contagioso. Y no podía cambiarlo de un día para el otro. Llegar triste, con cara larga, de mal humor, implicaría una victimización y todo un coro de "¿Estás bien?" y "¿Te pasa algo?" que ni eran sentidos ni me interesaba contestar. 
Así, cada lágrima no derramada y cada palabra no dicha se transformaron en ladrillos de hierro con los que construí mi máscara. Ya nada me afecta, ya nada me importa, por lo menos en la superficie. Ese domingo fue, si la memoria no me engaña, la última vez que lloré. 
Al fin de semana siguiente volvió. El recuerdo todavía está latente. Iba a pasar sábado, domingo, y lunes, que era feriado; y se iba a ir de nuevo. Llegó el lunes a la noche, y no se fue. Martes, lo mismo. Miércoles, Jueves. Llegó el viernes y yo ya no sabía si era una cargada o estaban estrujándonos la mente en venganza por todos los malos ratos que les habíamos hecho pasar desde el nacimiento. No sé. Lo que sí sé es que dos semanas después de anunciado el cataclismo, nos decian que no se iba a ir mucho, que se iba a quedar, como se supone que debe ser. 
Con tantas idas y venidas, mi vida ya se parecía a una de esas telenovelas de las tres de la tarde, y yo necesitaba explicaciones. Moría porque alguien me explicara qué carajo estaba pasando; que me aclararan aunque sea unas pocas dudas. Un instinto felino se lamentaba en mi interior, arañando cada fibra y cada nervio, hambriento de algo más que anuncios y excusas absurdas. Sus uñas afiladas amenazaban con desgarrar mi compostura y dejar escapar un grito que, más que a un gato, pertenecía a un león enfurecido. Pero no; tenía que seguir mordiéndome la lengua, sosteniendo esa máscara de hierro que cada vez pesaba más.
Lo conté. Dos veces conté la historia, dos veces me choqué contra una pared. No culpo a nadie más que a mi falta de habilidad para hablar, pero no supe encontrar un receptor que me calmara. Falta de tacto, preguntas insensibles y dolorosas; decidí callarme una vez más.
Me callé angustias, desvelos, enojos, penas, ataques, furias, dolores, intrigas, desazones, preguntas, comentarios, sensaciones, sentimientos. Todo eso y más- y a qué precio. Me volví melancólica, irritable. De a poco el hierro se fundía, la máscara se deshacía. Y me di cuenta que lo que me pasaba no era, a ojos de los demás, tan importante. Nadie se preocupó.
Remaba como podía, pero mi bote amenazaba cada vez más con darse vuelta. Me ahogaba con el aire, con el agua que tomaba, con canciones que entraban por la garganta en vez de los oídos, con palabras más largas que desoxirribonucleico y con sentimientos que ni Shakespeare y su escribir tortuoso pueden definir. Iba en picada. Caída libre a muchos kilómetros por hora.
Un día desafortunado leí algo aún más desafortunado que, como dije antes, ni me correspondía ni me convenía, para mi salud mental, leer. Leí lo prohibido, un poco por mea culpa y otro poco por la suya, por su descuido, pero leí. Y mi gato ya no arañaba ni mordía. Estaba muerto, y lo había matado- respetemos el cliché- la curiosidad.
Inmediatamente se fortaleció la la máscara, con el cemento de la decepción. Y me hice fuerte. Por ella, que jamás debía enterarse de lo que yo me enteré. Por ella, que jamás debe enterarse. Por ella, que nunca va a enterarse, porque le rompería el corazón.
Si desde un principio lo hablamos poco, a partir de este episodio se cortó toda comunicación con respecto al tema. A ella todo la había afectado peor que a mí. No sé si es porque es más chica, o porque siempre se sintió más parte de esta familia que yo. Pero saber lo mismo que yo de seguro le partiría el alma; y no estaba segura si, una vez abiertos los corazones, iba a ser capaz de tragarme la cruda verdad.
La alejé, la bloqueé por lo que, solía pensar, sería su propio bien. Ahora no estoy tan segura de que haya sido lo correcto. Me abrieron los ojos, y tal vez dejarla sufrir en solitario no haya sido lo mejor.
Pero por más que busco y busco la manera de que me abra la puerta; o me rechaza o vacilo a último momento y me voy. Y ya no sé qué más hacer. Hablar, es claro que no puedo; y cada vez que me siento a escribir, mis pensamientos vuelan a una realidad paralela en la que sin querer cuento más de lo necesario, y Troya arde por segunda vez.

Cómo me gustaría volver el tiempo atrás. Volver a ese día, y cerrar ese e-mail antes de poder leerlo. Antes de ver como Sodoma y Gomorra caen; antes de convertirme en una estatua de sal, que no puede permitirse llorar porque se desharía. Para poder ser la hermana que debería haber sido, la que debo ser, la que quiero ser. Para poder mirar a mis viejos con, aunque sea, el poco respeto que me quedaba por ellos, y no con los vestigios de vergüenza, asco y cólera extrema que siento cada vez que pretenden actuar como padres responsables e imponer su autoridad sobre mí.
Pero es algo que no va a suceder. No tengo máquina del tiempo, ni poderes sobrenaturales. Solo me queda este deseo imposible de que algún día pueda olvidarme de todo esto y volver a la normalidad tediosa y a la rutina que tanto odiaba; y que ahora no hago más que extrañar.

Domingo 13 de Noviembre, 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario